sábado, 28 de junio de 2008

Yo, el Inquisidor

Acabo de firmar mi séptima condena a muerte en la hoguera, y el día no ha hecho más que comenzar.
Con estas ejecuciones concluye el auto de fe que me condujo a la villa de los Palacios en el año 1503 de Nuestro Señor, por orden de nuestro monarca Fernando VI, quién me envió para exterminar una de las más peligrosas sectas herejes que se han encontrado en el Reino. Es sólo cuestión de horas que sean relajados por el brazo secular de la Inquisición . Todo los preparativos están listos, y los reos aguardan su destino, atados a las piras, en un silencio tenso que nadie osa romper, ni siquiera con murmullos. Todos los preparativos están listos, y los condenados aguardan su destino, ya que se han negado a abrazar a Nuestro Redentor, manteniéndose en su pensamiento y fe heréticos. Sentado en mi sillón aguardo, en ese silencio que no deseo interrumpir, observando de vez en cuando, los documentos de ese auto de fe, donde se condena a siete personas, que serán ajusticiadas para que su alma pueda ser perdonada por Jesucristo, nuestro señor. Les miro a los ojos, sin encontrar el más mínimo atisbo de miedo. Su expresión es serena, tranquila, mientras los verdugos empiezan a prender, una a una, las siete piras. No hay lágrimas. No hay sufrimientos. Al menos no lo reflejan. Tan solo un grito, al unísono, que une siete voces para dejar una palabra que me haría reflexionar:
Desposyni!

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