sábado, 12 de julio de 2008

La búsqueda del libro

La noche duraba muchísimo más de lo habitual, puesto que varios altos funcionarios del Ministórum habían decidido alterar los ciclos de luz solar, a sabiendas del enorme daño ecológico que todo ello supondría en un planeta calentado por tres Soles, como era Pelucidar. Aquella misión nos llevaba a la biblioteca personal de uno de los más poderosos y peligrosos inquisidores del Imperio, por lo que era imprescindible el sigilo y la cautela en todos nuestros movimientos. Sabíamos que el inquisidor O'Brien había hecho pactos con el caos y varios traidores a la Fe Imperial, pues abandonamos su servicio cuando conocimos aquellos flirteos que le reportaban pingües beneficios económicos.
Nuestro aterrizaje debía ser silencioso y discreto, lejos de aquellas entradas triunfalistas que tanto adoraba, llenas de disparos y luces. Las órdenes eran claras: era de vital importancia recuperar uno de los volúmenes de aquella extensa biblioteca, ya que se trataba de un ejemplar único sustraído de la Sagrada Terra en la Época de los Primarcas. Una vez en tierra firme, activamos nuestros sensores de rastreo, para evitar que las alarmas se disparasen. Nuestra comunicación era a través de sensores auditivos, utilizados sólo si era imprescindibles, y para transmitir órdenes. Aún así teníamos las armas preparadas por si era necesario neutralizar a los enemigos. La tensión se notaba en el ambiente, tanto que se podría cortar con un arma de energía. Nuestros pasos, apenas imperceptibles, nos guiaban a la cámara acorazada, donde detrás de sus puertas se encontraba un agente del Adeptus Arbites que nos indicaría que la biblioteca estaba protegida por sensores de movimiento y vigilada por cámaras de infrarrojos, que detectan alteraciones de tiempo. Uno de mis aprendices, el más joven de todos, me rogó que le dejase actuar, pero me negué a hacerlo, ya que podría poner en peligro toda la operación. Amante de los explosivos, era portador de un brazo biónico tras un experimento en su período vacacional. Estábamos allí, delante de las puertas, preparados para atravesarlas, recuperar el libro y terminar la misión. Parecía muy fácil, pero no tardamos en darnos cuenta que no sería así, ya que empezó a abrirse la biblioteca, delante de nuestras narices, con un chirrido aterrador, como si sus bisagras estuviesen oxidadas. Envié un servocráneo que sería reducido a polvo nada más entrar. Eso hizo que mis hombres y yo tomásemos posiciones defensivas. Las alarmas se dispararon, atrayendo hacia nosotros a varios Arbites armados con sus respectivas armas reglamentarias, y con cara de pocos amigos. No fue difícil reducirles con nuestro armamento, pues ellos sólo portaban un escudo y una porra, mientras que cualquiera de nosotros tenía armas de fuego. Ya no había motivo para la discreción, pero sí para la cautela, por lo que, mientras unos vigilaban que no fuésemos atacados, otros buscábamos el libro maldito. Era como encontrar una aguja en un pajar. Infinidad de volúmenes arcaicos nos rodeaban, muchos de ellos impregnados de esencia de la disformidad u otros poderes psíquicos. Aquello me daba tanto miedo que podía paralizarme si no tenía fuerza de voluntad, pues se concentraba demasiada energía psíquica, que nos hacía retroceder. De repente vi algo que heló la sangre de mis venas. Atrapado entre cadenas, un ser deforme nos miraba, rodeando algo con sus manos. Nos preguntó si era eso lo qué buscábamos. Nos invitó a recuperarlo, tentándonos con sus palabras, seductoras y llenas de falsas promesas. No me lo pensé. Saqué aquel puñal némesis, regalo de un Caballero Gris cuyo nombre jamás supe y se lo lancé a la cabeza, abriéndosela en dos, antes de desintegrarse, dejando sólo las cadenas en el suelo, junto al libro. Por primera vez en mi vida decidí no obedecer las órdenes dadas, y actuar en conciencia. Pedí a mi pupilo que regase todo aquello de explosivos, y que lo volase. El libro sería destruido. No debía caer en manos de nadie. Pedí ser transportado a nuestro vehículo de transporte, junto con mi personal, y desde allí contemplar la explosión de la biblioteca maldita.

viernes, 11 de julio de 2008

Batallitas

Contar historias es algo apasionante, e interesante, si sabe hacer, pues muchas veces se corre el riesgo de caer en el tedio y el hastío, sobre todo si esas historias o batallitas son contadas para lucimiento de cara a la galería. No son pocas las veces que oigo a no pocas personas presumir de logros de juventud, increíbles por un conocimiento de quién relata, que hace méritos de general derrotado que luce sus medallas y heridas. Estos luchadores incansables sólo aparentan serlo delante de la gente, poniéndose un disfraz que se nota que lo es cuando la narración empieza, pues su incredibilidad es tal que resulta soporífera y cargada de aburrimiento, muy lejos de aquellas historias que se cuentan desde el corazón y con el interés de ser compartidas y disfrutadas. El general derrotado presume de haber luchado más que nadie, de haber encabezado revoluciones perdidas de antemano y de desprestigiar los logros de otros y otras. A veces los escucho con respeto y admiración, por su facilidad para atraer la atención del resto a través de unas mentiras creíbles. Otras me niego a hacerlo por la pedantería narrada, cuyo único fin es hacer sentir al resto en inferioridad, algo con lo que jamás estaré de acuerdo.

miércoles, 9 de julio de 2008

Héroes

Leía hace unos días en la sección de cartas de los lectores a alguien que no entendía por qué se consideraba héroes a tenistas o futbolistas, que esas no eran gestas para ser consideradas épicas, pues las hazañas heroicas eran otras. Efectivamente, la épica es un género bélico, donde se narran las gestas de los héroes que luchan por cualquier causa. Pero también es cierto que estas gestas incluyen masacres, crueldad y guerras a veces fratricidas, algo que puede llegar a la vergüenza de los habitantes de un lugar. Decía Fito Cabrales en una de sus canciones que le daba vergüenza que se admirase el valor en la batalla, y es cierto. Se admira a la gente que es capaz de asesinar a cientos de personas para ser incluidos en la Historia con nombres de oro y miles de homenajes, perpetuados generación tras generación, y se critican las alabanzas que un deportista logre. Sinceramente, ni soy amante del tenis, ni del fútbol, pero reconozco una gesta en los triunfos logrados por aquellos que han logrado llegar a lo más alto, y han vencido las maldiciones de los cuartos. Me alegro de ver cómo el nombre de España está en lo más alto de los pódiums, y que dejamos de ser el hazmerreir del resto del mundo. Me alegro que los héroes sean deportistas, y no militares, que logran sus victorias a costa de la vida de sus enemigos y opositores, en el caso de alcanzar el poder de gobernar.