La batalla se prolongaba más de lo normal. Aquellos seres nos superaban en número y resistíamos como podíamos. Agotados, sacábamos fuerzas de flaqueza en aquellas tierras inhóspitas, cubiertas por una alfombra de cadáveres élficos. En ocasiones no sabía si se pisaba en tierra firme o los cuerpos sin vida de amigos, compañeros de armas, o familiares... Pero era necesario seguir por ellos. Confiaron en nosotros para que les salvásemos, por lo qué fallar era una palabra excluida de nuestro vocabulario y una acción prohibida en nuestra estrategia... El olor a sangre y el hedor a muerte dominaban el ambiente y la atmósfera estaba tan cargada que mi espada era capaz de extraer trozos de ésta, como si se tratase de un enemigo más al que matar. Avrënalúm era su nombre, y es el arma que mis antepasados blandieron en otras encarnizadas batallas, ya perdidas en la noche de los tiempos, y que ya nadie recuerda, pues son leyendas...Hacía tiempo que mis dos manos la empuñaban, y que mi escudo estaba oculto entre tanto soldado que ya nos había abandonado. Hacía tiempo que mi uniforme estaba desgarrado, y que la pureza digna de mi raza no existía... La sangre y el color rojo eran nuestros colores de batalla en aquellos momentos... Nuestros estandartes, desgarrados, eran sólo un recuerdo de grandeza. Se habían convertido en lanzas con las que defendernos de los klénkores, unos insectos gigantes que se alimentaban de sangre. La tregua no existía. Como pude, me dirigí a un mensajero:-¡Busca a Thurisand! ¡Él nos ayudará!
-¿Un enano?-respondió-. No me hará caso...
-¡Obedece!-grité lleno de furia, olvidando el respeto que el heraldo me merecía, sin apartar la vista, observando su partida, fatal momento, pues uno de los klénkores me atravesó en dos, con una de sus afiladas pinzas... Un ensordecedor grito salió de mis entrañas, mientras se me nublaba la vista y perdía la consciencia...Desconozco el tiempo que estuve debatiéndome entre la vida y la muerte, pues desperté en la tienda de mi rey, Ulthion, acompañado de Thurisand, que bromeaba conmigo:-Así que no me avisas cuando hay movida, y me llamas a la desesperada... Menos mal que Ulthion te sacó la pinza, que si no, no sé qué hubiese pasado, maldito orejas.-Mi querido amigo... Gracias por venir. Es increíble lo qué puede hacer una promesa... Cuéntame qué está pasando afuera...
-Mis muchachos se ocupan de los klénkores. Las espadas no bastan. La magia no basta, pero con mis máquinas de guerra...Thurisand siempre era igual. Testarudo como una mula y bruto como él solo. Yo lo había visto derribar a mi mejor regimiento de un hachazo, sin dejar la jarra de cerveza que bebía. Era un tipo excepcional que me animaba a volver al campo de batalla, pues tenía ganas de que estuviésemos, mano a mano, derrotando a aquellos seres. Aparte, había traído un presente, un hacha con las runas de su familia.
-Ya sabes que estoy deseando bautizarla-me confesaba-. Fue forjada por mí, personalmente, tras nuestra promesa. La guardé durante años, esperando el momento de entregártela. Úsala bien, te lo ruego. Y llénala de la sangre robada por esos asquerosos bichos.Cada vez que hablaba de armas o batallas, se le iluminaba la cara, sobre todo la mirada. Era un señor de la guerra que amaba salir a pelear...La noche nos daba el reposo que tanto merecíamos, momento en que Alvharion, mi hermano, aprovechaba para venir a curar mis heridas, las cuales sanaban muy rápido. Era muy probable que en un par de días volviese a dirigir mi regimiento... Mientras tanto, afilaba el regalo del enano. Era una pequeña costumbre que tenía al término de una batalla, mientras comenzaba la siguiente. Mis armas debían representar la grandeza de nuestra raza élfica.Esa noche, un parte de guerra, de boca del propio Thurisand, me hizo llamar a mi hermano para comunicarle mi decisión:-Voy a volver a combatir.
-No puedes hacerlo. Te lo prohíbo. Todavía estás muy débil.Ni el mismo Ulthion me haría cambiar de opinión. Sabía que era necesario, que no podía dejar que elfos y enanos muriesen de forma masiva, mientras yo n hacía otra cosa que convalecer a causa de un simple rasguño. Aparte, Avrënalúm tendría una compañera de batalla. Y eso era algo que deseaba con toda mi alma. Anhelaba cambiar mi perdido escudo por otra arma de mano.
-Márchate, Alvharion-le rogué-. Déjame solo.Era el momento de meditar, de concentrarme, de volver a vestir mi uniforme, saliendo con mis mejores galas y demostrar toda mi grandeza. Era el momento de salir a morir.Me enfundé el pantalón y calcé las botas de cuero, mientras, escuchaba los gritos de guerra de los elfos y los enanos que combatían. Tambores y trompetas alentaban a aquellos jóvenes a no desfallecer y seguir adelante."Paciencia, ya voy", pensaba yo.Elegí aquella camisola verde blanquecino que heredé de mi padre cuando combatí a su lado, hace más de dos mil años, en los tiempos de la primera Gran Alianza, cuando todas las tierras se unieron contra los Grandes Demonios. Una durísima cota de maya plateada cubría mi cuerpo, reluciente como aquellos soles que nos gobernaban aquella calurosa mañana de mayo, tan decisiva para todos los que allí se encontraban. Mis manos eran cubiertas por dos guanteletes que yo mismo había labrado y tallado. Por último, coloqué mi yelmo, y sobre mis hombros, la capa, que uní con un broche y una radiante gema roja. Mi mirada, perdida, buscaba la concentración.Miré a Avrënalúm y me arrodillé ante ella para realizar una plegaria:
"Dioses de la Guerra
Os invoco en esta ocasión
Dioses de la Guerra
Dadme Fuerza para luchar
Dioses de la Guerra
Ayudadnos a salir victoriosos
Acompañadnos en nuestra última batalla"
Me puse en pie, enfundé a Avrënalúm y tomé mi otro arma. Salí de la tienda, con paso lento, pero firme. Ensillé mi caballo y lo monté. En otra ocasión, hubiese sido un siervo quién lo hubiese hecho, pero era un momento especial. Me dirigí a ver a Ulthion.
-¿Dónde está Thurisand?-le pregunté.
-Ha salido hace poco con un grupo de enanos-me respondió-. Me dijo que te comunicase que lo fueses a buscar. No me gusta esto, Valtharion.
-Lo sé, Majestad-le dije-. Pero no tengo opción. Sé que es peligroso. Por eso llamé a mi mejor amigo. Por eso llamé a mi mejor aliado.Tras esas palabras, partí para ayudar en una batalla que estuvo a punto de costarme la vida. A mi paso iba asestando golpes a los klénkores, y Avrënalúm estaba roja, por la sangre que la bañaba. La sangre de los insectos aquellos que no pertenecía sino a elfos y enanos muertos...Alcancé a ver a los enanos, y entre ellos a Thurisand, combatiendo con su gran hacha, que le levantaba dos cabezas y manejaba con una gran soltura.-¿Necesitas ayuda, compañero?-le pregunté.
-¡Hombre, un elfo!-bromeó él-. Ya no, pero si nos quieres ayudar a rematar...Estallamos en una carcajada y seguimos acabando con más klénkores. Gracias a los Señores de las Minas, íbamos reduciendo a nuestros enemigos, aunque nosotros sufríamos bajas, como muchos de los guerreros de Ulthion, que morían dentro de aquella encarnizada y cruel guerra. En el bando enano no eran pocos los soldados que yacían en el suelo, sin vida, forma ni sangre, una imagen que se quedaba grabada en mi retina, obligándome a descender del caballo.Mientras Thurisand decapitaba a uno de nuestros enemigos, otro rompía su hacha, quedando indefenso y a su merced... Yo corrí en su ayuda, pero debía seguir defendiéndome para llegar a donde él estaba. Su cabeza era atravesada por un punzón, lo que estaba haciendo que se derritiese como acero fundido. Con el hacha que él me regaló y mi espada, empecé a vengar a mi aliado.
-¡Ocupaos de esta escoria! ¡Mi mejor amigo acaba de morir!
Retiré el casco de su cabeza, le separé el pelo de la cara, y le miré a los ojos:
-Thurisand, mi amigo, mi hermano. Te pido ayuda y no puedo celebrar contigo el fin de la batalla, como tantas veces hicimos...-No te preocupes-respondía a duras penas. Celébralo por mí... Mi querido amigo... Me decía, mientras se reunía con sus antepasados y sus dioses.Allí, arrodillado entre tanto horror, tanta muerte y tanta sangre, estaba yo, Valtharion, abrazando su cadáver, con los ojos inundados de lágrimas que resbalaban por mis mejillas, con el alma rota por la pérdida de un ser querido, y una sed de venganza que nada podría saciar, salvo el exterminio de todos y cada uno de los klénkores.Puse a Thurisand sobre mi caballo y lo mandé al campamento, protegido por un hechizo. Guardé a Avrënalúm y con el hacha que él me regaló, a la que bauticé como Thurisand en su honor, me dispuse a seguir combatiendo. Aquella sería una batalla en la que las opciones se reducían a dos: Morir o matar. Y yo no estaba dispuesto a acompañar al enano al reino de los muertos...
A Rosa.
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