De todas las tribus urbanas y sociales existentes, extintas, recordadas u olvidadas, la más despreciable, ruin y miserable es la de los canis. Escudados tras la fachada de la clase obrera, nunca han tenido reparos en insultar, agredir o robar a aquellos que etiquetan como pijos, porque según ellos, les oprimen al pertenecer a una clase media-alta que les discrimina y da de lado. Dicha demagogia, aplicada en demasía, sólo es explicable bajo los argumentos del presupuesto utilizado en ropas y complementos. El cani, y su réplica femenina, la killola,adalides del más barriobajero comportamiento, desprecian y critican por sistema a quien viste de traje, sport o de otra forma que no sea deportiva, alegando que hacen alarde al gastar cantidades astronómicas en ropas de marca o firma, cuando en la mayoría de las veces no suele ser así. Y osan usar su verborrea sin renunciar a sus ostentosos anillos con motivos harto ridículos o sus zapatillas de 400 euros. ¡Cuatrocientos euros sólo en calzado! ¿Qué trabajador medio puede permitirse tal lujo?
Atreviéndome a corregir a don Antonio Burgos, el cani y la killola no son patrimonio de la capital hispalense, puesto que sus pueblos también sufren tal plaga, con más o menos intensidad, y su chulesca prepotencia intacta, que sitúa por debajo de su hombro al resto de la sociedad, muchas veces aterrorizada y amenazada por ellos, uniformados con chándales blancos de cierta marca que ha sido denunciada por explotación infantil y sudaderas de capucha, coronados por una gorra que haría las veces de peineta. No sé cómo pueden gozar de la simpatía de parte de la ciudadanía, cómo pueden hacer creer a la sociedad que son desheredados de la misma, cuando la realidad nos ofrece a una tribu de parásitos que sólo saben vivir a costa de los demás.
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