El espacio exterior, año 2569.
Nuestra astronave regresa a la Tierra, tras más de un siglo vagando por los rincones más recónditos de la Galaxia. Obligados a partir en un éxodo masivo al final de la Tercer Guerra Mundial, mis abuelos no dejaron de añora nunca el planeta que les vio nacer y crecer. Contaba mi abuelo que aquella contienda no fue de dos únicos bandos, como las anteriores, como la forma tradicional de entender los conflictos. En aquella ocasión, todo el mundo luchó contra todo el mundo, sin más motivación que la personal y el más puro egoísmo. En aquel todos contra todos, los más desfavorecidos fueron aniquilados en su práctica totalidad, y los que lograron sobrevivir no tuvieron otra opción que abandonar el planeta, como se vieron obligados a hacer mis abuelos. Durante aquel largo éxodo, aprendíamos las costumbres y tradiciones, a la vez que contemplábamos millones de fotografías y vídeos. Aquel ambiente acogedor era precioso, regalo de la Naturaleza que no conocía, y que los habitantes no supieron verlo hasta que fue demasiado tarde. Yo no sabía nada de aquello, ya que nací en la astronave, el TRITÓN IV. Pese a preguntarle por qué seso nombre, tan sólo me dio una respuesta: Una neura de juventud. En fin, todo un misterio...
Pese a mostrarnos los recuerdos de la Tierra, nunca solía hablar demasiado de la forma de visa, y de hacerlo, no profundizaba demasiado. Uno de los recuerdos que más vivo guardo fue el día que jugaba con mi hermano y conmigo, mientras nos balanceaba en...(¿cómo se llamaba aquel juguete?)... un caballito de madera. Mi hermano le preguntó algo. No recuerdo qué, pero él dejó de balancearnos y sonreír, para después de largo rato en silencio responder, con la voz entrecortada:
Mejor que aquí, muchísimo mejor que aquí.
No oímos otra respuesta con respecto a aquello que, unos momentos más tarde olvidé, salvo la respuesta. No volvimos a interesarnos por lo sucedido. al menos mientras el viviese. El tiempo pasaba, y los años transcurrían dentro de la astronave en permanente viaje, a la vez que toda la tripulación crecía y envejecía, como el abuelo, que murió en su cama , mientras dormía. Aquella mañana nos resultó extraño que no nos avisase para el desayuno, como era su costumbre desde que partió de la Tierra. Fui a avisarlo a su camarote, pero no respondía ni se despertaba. Mi madre, su hija, entró y fue la primera en conocer la noticia de mis labios, rompiendo a llorar en silencio, como si sintiese que algo malo sucedería al gritar por su pérdida.
Han pasado treinta años desde aquello, y hoy soy yo el abuelo que muestra con ilusión a su nieta cómo regresamos a la Tierra, el planeta que nuestros antepasados nos dejaron como herencia, con la esperanza un cambio a un mundo mejor.
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