Aquel concierto de 1992 en el recinto de la Exposición Universal que se celebró en Sevilla prometía ser de los mejores que se iban a celebrar en los últimos tiempos, pues el grupo que tocaba tenía unas canciones cargadas de ritmo y una puesta en escena que le daba una calidad que pocas bandas pueden ofrecer en directo. Acababa de obtener el permiso de conducir días antes, pero como no sabía si iba a beber, preferí desplazarme en autobús para evitar tener que tomar el coche si así sucedía. En la estación de autobuses me esperaba mi pareja de por aquel entonces, vestida con un largo vestido ceñido, que resaltaba su belleza aún más, pues su cabello rizado negro suelto hacía que destacase como nunca antes la había visto. Pese a que nos habíamos visto visto horas antes, volvimos a fundirnos en un apasionado abrazo, de esos de película. ¡Cuantísimo la amaba! Sin dejar de abrazarnos, paseábamos en busca de otro autobús que nos pudiese dejar lo más cerca posible de l recinto donde tendría lugar el recital al que deseábamos asistir. Eran momentos de risas, complicidad y amor, cargados del romanticismo más empalagoso que haya podido recordar... Así era yo, con mis pelos largos y mis camisetas extrañas. En aquella época trabajaba como becario en un periódico, y usaba mi carné de prensa para asistir a todo tipo de eventos sociales, ya que pensaba que para lo poco que cobraba, de alguna forma debería disfrutar de las ventajas de poseer dicho documento. Aún así, no era fácil entrar a la Expo, ya que se necesitaban credenciales especiales, nada difíciles de lograr si se tienen los contactos adecuados, como era mi caso en aquella época, y se hacen las pertinentes llamadas, gestiones realizadas con antelación, ya que Silvia deseaba ver aquel recital más que nada en el mundo. Lo hubiese hecho todo por ella, y de haber podido, hubiese puesto la luna a sus pies. Hoy recuerdo aquello tan lejano...
Cuando llegamos al recinto, estaba abarrotado, y era casi imposible ver bien el escenario, con la pantalla Jumbotron, una gigantesca televisión que emitía vídeos musicales para no aburrir a la audiencia y al público que se congregaba, algo difícil sabiendo que se va a disfrutar de un buen concierto. Nosotros fuimos a cenar, ya que todavía había tiempo, a un restaurante mexicano, donde pedimos cosas nada típicas de las franquicias de comida rápida que imitaban el estilo azteca, donde hablábamos de nuestro futuro tan prometedor y feliz. Tras haber pagado, y mientras dábamos un paseo, nos incorporamos a la multitud, animada por la programación de los 40 principales y los video-jockeys que amenizaban el evento. A la hora puntual fueron anunciados y recibidos con auténticas ovaciones. Unas potentes guitarras eléctricas serían la mejor forma de comenzar un espectáculo, lleno de luces y buena música, que hacía vibrar y botar a la marea humana congregada, que jamás imaginaría lo que sucedería minutos más tarde de empezar la primera canción. Bailaba de espaldas a todo el mundo, y mirando a los ojos a mi pareja, sin importarme nada más que no fuese ella, pero algo cambió. Su mirada se transformó en puro terror, y un grito de pánico surgió de lo más profundo de su garganta. Volví la vista para comprobar qué era aquello que no sólo a ella había asustado, ya que no era la única en gritar. La música había dejado de sonar, y el escenario y la pantalla ofrecían un dantesco espectáculo de mutilación y sangre, causado por unos monstruos semejantes a las gárgolas de Arthur Rachkam o la serie de dibujos animados. Sobre los hombros tenían una cabeza de reptil, en un cuerpo humano, cuyos pies eran garras de águila que volaban gracias a unas alas de murciélago. Vestían uniformes de guerreros medievales y portaban tridentes con los que infundían más terror del que sólo con la mirada eran capaces de lograr. Con extremada facilidad descendían hacia la gente, que corría presa del pánico, para llevárselas, una a a una. Apenas se veía el cielo, cubierto por aquellos seres fantasmagóricos, que me arrancarían a Silvia de mis brazos, pese a la fuerza con la que la tenía abrazada, y que también me aprisionarían a mí, sin que pudiese hacer nada, ya que las fuerzas me fallaban.
Desperté en una gran mansión, a la que ignoraba cómo había llegado, sentado en un sillón de estilo barroco. Me levanté y pude observar la sensación de claustrofobia que allí se respiraba, con las ventanas tapadas, y una iluminación extremadamente artificial. Era imposible abandonar el recinto, totalmente vigilado por inmensos guardias vestidos de smoking negro. La amplia superficie del salón contrastaba con la sensación que se respiraba, lo que me hizo querer investigar para tratar de localizar a Silvia. Imaginaba que podría estar allí. Era uno de esos presentimientos que solía tener de vez en cuando, y que me llevaban a mirar donde no debía. Fue la segunda vez que me vi obligado a apartar la vista, ya que me encontré con un guardián que bebía la sangre de una atractiva joven. Aquello era una guarida de vampiros, y era urgente encontrar a mi novia, para salir de allí. no tardé en dar con su paradero, pues aunque grande, el salón aunque no tenía muchos recovecos. Desgraciadamente, ya no podía hacer nada por ella. Yacía , sin vida, en una cama, envuelta en un charco de sangre, desnuda. Me arrodillé. Besé su cabello. Lloré. Grité. La abracé. Me levanté, dejándola caer. Me dí la vuelta. Con firme paso avancé en busca de uno de aquellos vampiros, para agredirle. Estaba cargado de odio. Sólo con mis manos le agredí con una inusitada fuerza, que no le derribaba por más que le golpeaba, a la vez que me mostraba sus largos colmillos, tratando de asustarme, pero no lo conseguía. No sentía miedo. Odiaba. Mi sentimiento sólo era de odio y venganza. Lucharía con todas mis fuerzas. Nada me importaba salvo saciar mi sed de sangre. En aquellos momentos sólo me diferenciaba de los vampiros en la mortalidad. Mientras que ellos poblarían eternamente la Tierra, yo sabía que tenía mis días contados, y por eso no me importaba lo qué pasaría después. Con una crueldad jamás vista antes, y armado con una espada corta medieval japonesa, acababa con los señores de la noche, uno a uno, sin importarme nada. Sus cabezas se separaban fácilmente de sus fornidos cuerpos, pero eso no me calmaba. Tan sólo aumentaba mi furia asesina. En ese momento volví a tomar consciencia de quién era, y en lo qué me había transformado. Y aquello no le gustaría a Silvia. Caí de rodillas. Volví a llorar. Me dí cuenta de lo inútil que había sido la masacre. Nada me la devolvería. (A partir de aquí, ya no se me ocurrió el final de la historia, por lo que improvisaré algo ahora, para no dejar mal sabor de boca, espero) Sonó el despertador. Miré a mi lado y estaba ella. Había sido una pesadilla, o eso creía, porque aquella cama barroca no era la de nuestro apartamento...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu opinión es importante