Aguardaba el otro día la cola del banco porque tenía que realizar unos pagos cuando un grupo de personas que más bien era gente seguía inmersa en una charla donde el altísimo tono de voz se mezclaba con los cacareos de la risa ordinaria y vulgar o soez. Ahíto de aquel jolgorio carente de educación y respeto, exigí un poco de silencio, ya que el dolor de cabeza que taladraba el interior de mi cráneo se tornaba por momentos en una sensación más que insoportable y molesta. Una señora, casualmente vecina mía con la que he tenido alguna que otra discusión en asuntos de ruidos con la música de su hijo se sintió ofendida y me dijo que ella tenía todo el derecho del mundo a hablar, invitándome a visitar cierto lugar escatológico si no era de mi agrado su tono de voz. Reclamaba su derecho a ser ordinaria, a obviar el respeto a los demás en nombre de una conversación que a nadie le importaba. Puedo entender y comprender que cada individuo se expresa de una manera determinada, pero que se haga gala y se reclame como legítimo derecho la falta de educación y la vulgaridad más ordinaria, no. No estoy dispuesto a que este subtipo de las personas llamado gente sea capaz de perturbar mi paz en nombre de una reivindicación en favor de la molestia y la mala educación. Sorprendióme que todo el mundo se quejase de boquilla, y que una vez más fuese yo quien tuviese que proclamarme paladín de la educación, el respeto y el civismo, algo que ya me está hastiando sobremanera, porque no es mi guerra ni soy el salvador de nada ni nadie.
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