Las campanas de la iglesia tocaban lentamente, en un triste tañido que anunciaba la muerte de alguien, en el pueblo donde ella dio sus primeros pasos. Habían pasado más de treinta años desde su partida a la capital con toda su familia. El tiempo los había cambiado, algo totalmente habitual y natural en las personas. Sin embargo, al regresar allí, parecía que el transcurrir de la vida se ralentizaba hasta quedarse parado en épocas pasadas.
Aquella era una nubosa y gris tarde de otoño, triste y melancólica porque despedía al abuelo Arturo, fallecido una vez hubo superado los cien años. Aquellos oscuros nubarrones amenazaban con descargar una gran cantidad de lluvia, todo el agua que portaban, pues el cielo lloraría por la pérdida de aquel gran hombre, al que todos querían y admiraban.
El interior de la Iglesia de Santa Nuria era oscuro, como aquellas construcciones románicas del alto medievo, aunque su planta era gótica, con los muros elevados al cielo y ausencia de vidrieras, salvo un rosetón por el cual se colaba la luz natural que iluminaba el féretro. Las palabras del sacerdote retumbaban en el interior, escuchadas en un sepulcral silencio y unos llantos contenidos que nadie osaba expresar en aquel aterrador lugar, cuya única iluminación artificial era la luz de las velas y cirios. Las puertas se abrieron para dejar salir el cortejo fúnebre, recibido por unas tímidas gotas de agua a las que la gente llamó lágrimas del cielo, que también quería despedir al abuelo Arturo. Detrás de la iglesia se conservaba el cementerio, una vasta llanura rodeada por las piedras de la muralla, extrañamente intactas desde que fue terminada. Lentos eran los pasos que llevaban al abuelo Arturo a su sepultura en la tierra.
Allí estaba ella, abrazada a Antonio, su pareja, con unas gafas de sol que la convertían en una inexpresiva esfinge, cuya mirada se perdía más allá del ataúd de su abuelo, que se iba perdiendo en el interior de la tierra, oculto entre tanta arena y barro. Siempre que visitaba el cementerio solía recorrer las lápidas, para recordar a sus seres queridos o para conocer la historia del pueblo. Desde su llegada los murmullos eran una tónica habitual que la acompañaban allá donde ella fuese, no osando nadie a hablarle ni a contarle cuáles eran los motivos de aquellos murmullos, que ni siquiera su madre era capaz de conocer. Aquel cementerio estaba cargado de innumerables estatuas y monumentos funerarios, que ella conocía de la tradición y sus recuerdos de la infancia. pero había uno que la dejó paralizada. Era una pareja que se abrazaba. Un escalofrío empezó a recorrerla a la vez que se iba aproximando. Era incapaz de saber quién era el hombre, pero la figura femenina le resultaba familiar. Aquellos rasgos, aquellas expresiones... Las manos le temblaban. Con un aterrador miedo tocó la cara de aquella estatua, mientras que con la otra pasaba los dedos por su faz. No podía ser. Era imposible. Paralizada por un terror que ninguna palabra podría llegar a describir, perdió las fuerzas y cayó de rodillas, incapaz de apartar la vista de aquel monumento funerario que le hacía preguntarse una y otra vez quién era esa mujer que tanto se le parecía. La voz de su abuelo le desvelaba el misterio, pero ya era demasiado tarde para saberlo...
A Rakel Winchester y su hermana, autora de la estatua que inspiró este relato.
Bravo cibernapia... Muchas gracias... (mi chico se llama Antonio además) besos
ResponderEliminarYo lo sabía, por eso elegí su nombre...
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Besos