La noche duraba muchísimo más de lo habitual, puesto que varios altos funcionarios del Ministórum habían decidido alterar los ciclos de luz solar, a sabiendas del enorme daño ecológico que todo ello supondría en un planeta calentado por tres Soles, como era Pelucidar. Aquella misión nos llevaba a la biblioteca personal de uno de los más poderosos y peligrosos inquisidores del Imperio, por lo que era imprescindible el sigilo y la cautela en todos nuestros movimientos. Sabíamos que el inquisidor O'Brien había hecho pactos con el caos y varios traidores a la Fe Imperial, pues abandonamos su servicio cuando conocimos aquellos flirteos que le reportaban pingües beneficios económicos.
Nuestro aterrizaje debía ser silencioso y discreto, lejos de aquellas entradas triunfalistas que tanto adoraba, llenas de disparos y luces. Las órdenes eran claras: era de vital importancia recuperar uno de los volúmenes de aquella extensa biblioteca, ya que se trataba de un ejemplar único sustraído de la Sagrada Terra en la Época de los Primarcas. Una vez en tierra firme, activamos nuestros sensores de rastreo, para evitar que las alarmas se disparasen. Nuestra comunicación era a través de sensores auditivos, utilizados sólo si era imprescindibles, y para transmitir órdenes. Aún así teníamos las armas preparadas por si era necesario neutralizar a los enemigos. La tensión se notaba en el ambiente, tanto que se podría cortar con un arma de energía. Nuestros pasos, apenas imperceptibles, nos guiaban a la cámara acorazada, donde detrás de sus puertas se encontraba un agente del Adeptus Arbites que nos indicaría que la biblioteca estaba protegida por sensores de movimiento y vigilada por cámaras de infrarrojos, que detectan alteraciones de tiempo. Uno de mis aprendices, el más joven de todos, me rogó que le dejase actuar, pero me negué a hacerlo, ya que podría poner en peligro toda la operación. Amante de los explosivos, era portador de un brazo biónico tras un experimento en su período vacacional. Estábamos allí, delante de las puertas, preparados para atravesarlas, recuperar el libro y terminar la misión. Parecía muy fácil, pero no tardamos en darnos cuenta que no sería así, ya que empezó a abrirse la biblioteca, delante de nuestras narices, con un chirrido aterrador, como si sus bisagras estuviesen oxidadas. Envié un servocráneo que sería reducido a polvo nada más entrar. Eso hizo que mis hombres y yo tomásemos posiciones defensivas. Las alarmas se dispararon, atrayendo hacia nosotros a varios Arbites armados con sus respectivas armas reglamentarias, y con cara de pocos amigos. No fue difícil reducirles con nuestro armamento, pues ellos sólo portaban un escudo y una porra, mientras que cualquiera de nosotros tenía armas de fuego. Ya no había motivo para la discreción, pero sí para la cautela, por lo que, mientras unos vigilaban que no fuésemos atacados, otros buscábamos el libro maldito. Era como encontrar una aguja en un pajar. Infinidad de volúmenes arcaicos nos rodeaban, muchos de ellos impregnados de esencia de la disformidad u otros poderes psíquicos. Aquello me daba tanto miedo que podía paralizarme si no tenía fuerza de voluntad, pues se concentraba demasiada energía psíquica, que nos hacía retroceder. De repente vi algo que heló la sangre de mis venas. Atrapado entre cadenas, un ser deforme nos miraba, rodeando algo con sus manos. Nos preguntó si era eso lo qué buscábamos. Nos invitó a recuperarlo, tentándonos con sus palabras, seductoras y llenas de falsas promesas. No me lo pensé. Saqué aquel puñal némesis, regalo de un Caballero Gris cuyo nombre jamás supe y se lo lancé a la cabeza, abriéndosela en dos, antes de desintegrarse, dejando sólo las cadenas en el suelo, junto al libro. Por primera vez en mi vida decidí no obedecer las órdenes dadas, y actuar en conciencia. Pedí a mi pupilo que regase todo aquello de explosivos, y que lo volase. El libro sería destruido. No debía caer en manos de nadie. Pedí ser transportado a nuestro vehículo de transporte, junto con mi personal, y desde allí contemplar la explosión de la biblioteca maldita.
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