La Tierra, 10000 años a. de J. C.
En pleno período epipaleolítico, el ser humano no conoce la palabra o el lenguaje articulado, siendo el lenguaje gutural su única forma de comunicación, amén de la pintura rupestre y la comunicación no verbal. Es pleno invierno, y nos hallamos en una cacería donde varios hombres envueltos en pieles y armados con lanzas y piedras se dispone a dar caza un mamut, el cual es perseguido en un silencio sólo roto por el viento y la nieve. Están ocultos, tratando de evitar hacer ruido,hasta que uno de los cazadores, que hace las veces de jefe ordena el ataque, ya que observa distraído al animal, y es necesario derribarlo y hacerlo presa, ya que las provisiones escasean en la tribu. En la primera avanzadilla, se rompe la sorpresa y una lluvia de lanzas logra herir al mamut, que se defiende de los ataques barritando y devolviendo los golpes, hiriendo a unos, arrojando a otros que no resisten las embestidas de semejante mastodonte. Muy lejos de perder el valor, ésto empuja a los hombres con más determinación a acabar con él... Llenos de coraje emplean sus lanzas para que pierda la verticalidad, volviéndose la lucha cada vez más encarnizada. Nadie se rinde y todos combaten con una fiereza sin igual, que hace que el mamut caiga agotado, tras horas de hostigamiento, acoso y asedio, algo que no ha salido barato, pues tras de sí queda un rojo reguero de sangre y muerte, que se va oscureciendo cuando el Sol desaparece y deja paso a una aterradora, oscura y gélida noche, que no les impide regresar al poblado, aunque no todos los vivos lo hacen... Uno de los cazadores no puede seguir el ritmo, agotado por la encarnizada lucha, las horas sin comer, y afectado por las bajísimas temperaturas, que le hacen refugiarse en una cueva tenebrosa y aterradora, para protegerse de aquel temporal. Asustado grita, y el eco le devuelve su alarido, pero él no lo sabe, y se adentra en las profundidades de la caverna, buscando a su otro interlocutor, que no es más que el eco... El miedo empezaba a apoderarse de él, pues la soledad empezaba a caminar a su lado, y era su única compañía. Ni siquiera los animales paseaban por el interior... La falta de luz aumentaba el pavor de aquel valiente hombre que seguía su instinto, adentrándose en las profundidades, guiado por un instinto que no interpretaba en medio de una umbría que aumentaba a medida que caminaba, y que dejaba un silencio cada vez más desolador, sólo interrumpido por el sonido de unos pies descalzos. Aquella oscuridad cegadora se transformó en una luz, también cegadora, imposible de comprender para alguien que no era racional en esos momentos y que seguía ciego, aunque poco a poco su vista iba volviéndose más nítida, llegando a ver una enorme sala llena de ordenadores, luces, cables que emitían unos ruidos desconocidos e ininteligibles para alguien tan primitivo. Lleno de curiosidad, el hombre tocó una bombilla encendida y se quemó, por lo que su reacción lógica fue golpear aquellas cosas, que le devolvieron el ataque con unos agudísimos sonidos, que le dejarían inconsciente, aunque no le matarían. Cuando volvió en sí estaba sentado en lo que, siglos más tarde, cuando la palabra se hubiese inventado, se llamaría trono. Sus manos estaban sobre los reposabrazos, atadas por unos guanteletes de metal, al igual que sus piernas, sujetas en los laterales, inmovilizándole y quitándole la posibilidad de zafarse de aquella trampa. Una descarga volvió a dejarle sin sentido por segunda vez en poco tiempo, aunque despertaría liberado de aquellos yugos que le oprimían y le robaban la movilidad. Delante suyo tenía una mesa con un un casco encima, que de haber sabido qué era, se hubiese puesto en la cabeza, aunque no sucedió así, ya que el ser humano era una especie nueva y todo resultaban nuevos descubrimientos para él. De todas formas, la lógica le decía que eso era para cubrirse la cabeza, aunque lo desconocía, y así actuó, sintiendo cómo aquella protección le proyectaba en su interior con mil imágenes y sonidos, en un bombardeo incesante y masivo, que le haría entrar en un estado cataléptico, del cual despertaría definiendo los pensamientos, y relajándose toda aquella tensión que le dejaría en una calma nunca experimentada, durante la cual cerró los ojos para quitarse el casco y mirarse en un espejo, observando sus facciones y su rostro cubierto por una espesa y frondosa barba, que empezaría a rasurar con una piedra afilada en forma de cuchillo, con un tremendo dolor al hacerlo sin mojarse la cara. Volvió a mirarse y se gustó, lo cual le animó a caminar por la sala, observando cada detalle, como si no quisiese perder detalle de cuanto había allí, sin darse cuenta de que empezaba a tomar consciencia de sí mismo. Había empezado a darse cuenta de que era un ser humano, varón, de una edad adulta indeterminada que parecía ser algo trivial en aquellos momentos en los que empezaba a tener pensamientos sobre sí mismo y sobre su entorno. Pasando la vista por el habitáculo, comprobó que había una cabida, a la que se dirigió sin dudarlo un segundo, donde entró y apretó un botón, seguro de lo que tenía que hacer, sin saber por qué. Sintió cómo se desintegraba y empezaba a viajar por el espacio y el tiempo. Aquello no le gustaba. ¿Hacia dónde iría?...
A José Miguel, creador de la historia.
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