Salí a pasear aquella tarde de tantísimo frío, al Múapelo, a merendar, pues no tenía ganas de quedarme en casa. Mientras llegaba me fijé en la decoración de aquel coche, que no era otra cosa sino un mural que recordaba un trineo con renos. Me llamó la atención, pero no le dí mayor importancia. Cuando entré en el bar y di las buenas tardes me fijé en él, pese a que estaba lleno. Destacaba por su larga y espesa barba, que me recordaba a aquel vagabundo en el que nos fijamos gracias a Álvaro en la tienda de las miniaturas, cuando dijo que acababa de ver al Enano Blanco. Mientras disfrutaba de mi café calentito y una magdalena, empezamos a hablar de todo y de nada, sin darnos cuanta, tan natural como si fuese un amigo de antaño. Yo le escuchaba atento, pues aprendía muchísimo, y sus ojos proyectaban una profunda e insondable mirada que invitaba a una agradable charla como la que tenía. Me habló de la Navidad, y del trabajo que le esperaba. Reflexionaba en voz alta sobre los regalos que se hacían en esta fecha, y que a la gente sólo le importaba regalar, sin saber muy bien por qué. Me decía que la finalidad de los regalos era compartir, y no consumir ni gastar. Tan entusiasmado e intrigado me tenía que le pregunté quién era. Y su respuesta fue todo un enigma, y una preciosa forma de presentarse:
-¿Todavía no lo sabes? ¿Acaso aún no has visto el trineo, ni mi barba te resulta familiar?
Piensa un poco...
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